
Hace exactamente dos años, el 29 de octubre de 2020, la realidad empezó a dar que hablar desde muy temprano, cuando todavía estaba amaneciendo. Las topadoras de Sergio Berni, los gases lacrimógenos y las balas de goma volvían a decir presente. Miles de familias eran desalojadas de un enorme descampado en Guernica, donde reclamaban algo tan elemental como que se cumpliera su derecho a tener una vivienda digna. Para el Gobierno del Frente de Todos, el derecho de un puñado de ricos a construir countrys y canchas de golf, fue más importante.
A 37 km de allí, esa misma mañana se votaba el presupuesto para el año 2021. Un presupuesto que hacía desaparecer el Ingreso Familiar de Emergencia (IFE). Que en plena pandemia recortaba las partidas en salud y en educación.
Por algunos cambios que hubo en el Senado, ese presupuesto volvió a la Cámara de Diputados unas semanas después. El Gobierno aprovechó y el 18 de noviembre lo votó en simultáneo con el proyecto de Impuesto a las Grandes Fortunas, con el que había amagado durante toda la cuarentena.
El proyecto tenía muchos límites, empezando por los montos muy menores que se recaudaban. Además, casi la mitad de lo que se juntara se iba a destinar al fracking y a beneficiar a empresarios extractivistas. No alcanzaba a los bancos ni a ninguna empresa extranjera, porque solo afectaba a patrimonios individuales.
Pero el problema fundamental era la utilización del proyecto como una maniobra. Con varios días de preparación, el Frente de Todos, especialmente los sectores ligados a Cristina Fernández de Kirchner, habían lanzado una campaña macartista y furiosa contra la izquierda, que se negaba a darle un apoyo político al Gobierno votando a favor de ese proyecto al mismo tiempo que se aprobaba el ajuste en el presupuesto. “Te sacan $100, te devuelven $2,50 y esperan que uno lo apoye y haga una fiesta”, decía Del Caño.
Lo cierto es que el proyecto se aprobó. ¿Cómo cambió la redistribución del ingreso en Argentina de ahí en más? Con el diario del lunes, podemos decir que no hubo ningún cambio significativo. En realidad, cambio hubo, pero fue contrario a la épica oficialista: durante todo el gobierno del Frente de Todos, se profundizó la desigualdad. Los ricos tienen más y los pobres tienen menos. La transferencia de ingresos del trabajo al capital entre 2016 y 2021 fueron 70.000 millones. Eso incluye al macrismo, claro. Pero la mayor parte (41.000 millones) sucedieron durante el gobierno de Alberto, Massa y Cristina.
Esta semana se repitió un escenario parecido. En una sesión maratónica, se votó un presupuesto a la medida del FMI, para el cual el Gobierno consiguió el apoyo de casi toda la oposición de Juntos por el Cambio. Detrás de la grieta, una alianza estratégica contra millones de familias trabajadoras.
Sin embargo, de lo que se hablaba no era del ajuste, sino de un artículo en particular. El que proponía gravar con un impuesto a las ganancias a todo el poder judicial. Esto es, tratar por igual a la casta de los jueces, con sus eternos privilegios, y a los trabajadores judiciales, que hicieron paro en contra de la medida. De hecho, el 96% de los alcanzados por el impuesto iban a ser laburantes.
La izquierda propuso que se separara la votación, lo cual habría permitido que se apruebe la medida para terminar con el privilegio de los jueces porque hubiera contado con los votos del FITU y algunos del Frente de Todos, de extracción sindical, como Vanesa Siley, que votaron en contra de meterle la mano en el bolsillo a los trabajadores de su rama. Carlos Heller, encargado del dictámen de mayoría, se negó a este cambio.
La amalgama le vino como anillo al dedo a un oficialismo que se pasó dos días cuestionando a la izquierda, queriendo tapar el sol del ajuste con la mano del impuesto al salario y gritando a los cuatro vientos que la izquierda le hacía un favor a la casta judicial. Justo un Gobierno que llegó en el 2019 diciendo que iba a reformar la Justicia y en todo el mandato no se animó ni a hacerle una caricia.
La situación es muy similar a la del 2020. Pero como decía Marx en una frase que no por trillada deja de tener actualidad: «La historia ocurre dos veces: la primera vez como una tragedia y la segunda como una farsa». El mismo oficialismo, pero envejecido dos años. Una coalición que cuenta los días hasta la llegada del mundial, porque sabe que el malestar social es enorme y el rumbo de su plan económico no puede traer ninguna solución que alivie un poco el bolsillo. “Siempre nos quedará atacar a la izquierda”, parecen decir mientras recortan partidas.
Al mismo tiempo que pasaba todo esto, CFK cuestionó al Gobierno por el aumento en las prepagas. Lo cuestionó como si ella no fuera la armadora de la coalición y la vicepresidenta de la nación. Una película que ya vimos cuando era “opositora” de Guzmán. Al menos, en ese momento los diputados que responden a ella se oponían al acuerdo con el FMI. Lo dejaban pasar, pero por lo menos tenían la deferencia de cuestionarlo de palabra. Ahora directamente votaron a favor de lo que se escribió en Washington.
El discurso más insólito en el Congreso fue el de Juan Marino. El dirigente del Partido Piquetero, que asumió en reemplazo de Sergio Massa y aún se autopercibe “trotskista”, votó a favor del artículo en cuestión y dijo. “Si a mi me piden que vote contra de una huelga obrera (Sic), yo les pido votar la reforma judicial, la ampliación de la Corte Suprema, que la deuda la paguen los que la fugaron, el plan de pago de deuda previsional y la creación del refuerzo de ingresos”.
Es relevante no porque a nadie le importe Marino, sino porque es la forma más extrema de mostrar una estrategia política que siguieron desde el balotaje del 2015 muchos sectores que se decían de izquierda y se fueron plegando de a poquito al peronismo. El último capítulo de una propuesta de “pelear desde adentro” que cada día que pasa se demuestra más derrotada.
Llegan al punto de votar algo a conciencia de que es en contra de los intereses de los trabajadores, mientras “exigen” condiciones que ni siquiera están -ni estarán- arriba de la mesa, sabiendo que no van a tener en cuenta sus intenciones. El único rol que tienen estos sectores es el de cubrir por izquierda a un Gobierno cada vez más derechizado.
Como plantea Eduardo Castilla, son las discusiones de la pequeña política las que dominan el escenario. Donde se discuten cuestiones ajenas a los problemas estructurales del país. Pero se puede hacer gran política si la tomamos en nuestras manos. Desde hace algunos meses, el PTS viene impulsando asambleas en todo el país para organizar a miles de compañeros y compañeras, que comparten sus experiencias, discuten pero también se organizan para confluir con todos los sectores que salen a enfrentar el ajuste, como los obreros del neumático en las últimas semanas o los residentes y concurrentes de salud que están en las calles en estos días.
El fin de semana del 11, 12 y 13 de noviembre, 100 asambleas se van a reunir en simultáneo desde el norte hasta el sur del país, para mostrar que somos miles quienes no nos resignamos a la realidad del ajuste y los lineamientos del FMI. Ahí nos vemos.
Por Javier Nuet para La Izquierda Diario.-
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